domingo, 24 de diciembre de 2017
Poemas en Mecanismos
Gracias a la amabilidad de Misael Ruiz Albarracín, aparecen ahora en la revista Mecanismos algunos de los poemas de mi último libro (recién publicado) Hotel Europa así como un inédito.
Reproduzco aquí las palabras introductorias de María José Bruña, que preceden los poemas (y que también agradezco vivamente):
"Decía
Paul Celan que escribir es mandar un mensaje en una botella para que
alguien lo recoja en la «del corazón». La poesía de Gómez Toré, de
fragilidad punzante, poderosa en la consciencia de su precariedad
esencial, nos golpea en el centro mismo de esa herida indecible,
indeleble, cada vez más sangrante. Construye, con restos y destellos,
una elegía detenida que se alimenta de mitos ancestrales, de realidades
acuciantes, de hoy. La imposibilidad de narrar, que compartimos aquellos
que pensamos –nuevamente con Celan- que la poesía no se impone, sino
que se expone, es señalada en su constante e intenso bordear sin nombrar
«lo roto», «lo calcinado», la ruina, el despojo. En su quehacer de
palabra melancólica, siempre tentativa, siempre insuficiente y en
suspenso, señala, cuestiona, apunta al dolor y conflicto de nuestros
tiempos suturados –cómo no recordar a Whitman o a Shakespeare-, a las
tragedias que nos siguen cercando –ese «tiempo adicto a las
catástrofes»-. No hay promesa de luz más que la reflejada, fugazmente,
en el agua."
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jueves, 14 de diciembre de 2017
jueves, 7 de diciembre de 2017
Celan, lector de Freud
"Arnau Pons, buen conocedor tanto de la obra celaniana (que ha traducido al catalán) como del trabajo crítico de Jean Bollack, nos propone en este libro un camino alternativo, que vuelve a reputarle como una de las figuras de referencia en los estudios celanianos no solo en el ámbito cataloparlante, sino también en el mundo hispánico, demasiado apegado todavía a consensos difusos pero extraordinariamente eficaces, en torno a uno de los creadores más fascinantes de todo el siglo XX. El título del libro, Celan, lector de Freud, puede resultar desorientador en un principio. Quien espere un estudio detallado sobre la huella del padre del psicoanálisis en el poeta tal vez se sienta en un primer momento decepcionado. Y, sin embargo, este libro me parece una aportación de primer orden por dos razones fundamentales. La primera ya la he apuntado: en los países de habla hispana, y en especial en España, la publicación de la Poesía completa de Celan en las discutibles versiones de Reina Palazón, ha provocado el engañoso espejismo de que puede contarse en castellano con una edición canónica y definitiva de las obras del autor, lo que dista mucho de ser cierto. Por otra parte, si bien hay que agradecer la aportación de poetas como José Ángel Valente o Hugo Múgica a la hora de difundir y hacer visible entre nosotros la obra de Celan, se hace preciso advertir que ni uno ni otro leen al autor de La rosa de nadie al margen de sus respectivas poéticas. En el caso de Valente, esa lectura no oculta una posición militante, ante los intentos, tan presentes en el panorama lírico español de los años ochenta y noventa, de imponer una poesía de escasa ambición artística, que había hecho de la “normalidad” su emblema. La asumida extrañeza celaniana sirvió, qué duda cabe, como arma de combate, convirtiéndose así en una referencia fundamental para creadores más jóvenes, pero al precio de insertar su escritura en una estética con la que no podía confundirse. Sin ánimo polémico, pero con el rigor de quien ha estudiado a fondo la obra celaniana, Pons propone otra forma de leer y traducir a Celan, lo cual ya, de por sí, justificaría la publicación de un libro como este.
La segunda razón por la que este volumen me
parece de lectura obligada para todo aquel que quiera abordar en serio la
escritura del autor de La rosa de nadie
tiene que ver con la tendencia, también mencionada, a utilizar la poesía de
Celan como pretexto para la exposición de los propios postulados teóricos. Así
se aprecia en no pocos seguidores de Derrida o Heidegger, por citar dos de las
orientaciones que más peso han tenido en la interpretación actual del poeta.
Especialmente inquietante –por su influencia y por las implicaciones que
arrastran – resultan las lecturas heideggerianas, que tienden a identifican sin
más en una misma tradición poética a autores tan complejos como Hölderlin o
Celan (quien escribió en buena medida contra la tradición lírica germánica,
que, por otra parte, conocía muy bien). Con todo, lo que realmente perturba de
este enfoque es cómo acaba por desdibujar la historicidad radical de la
escritura del poeta. Ello es evidente en Gadamer, cuya tendencia a leer a Celan
desde una visión supuestamente humanista, como expresión de lo genérico
universal, común a cualquier lector, invisibiliza la huella del conflicto, la
dificultad de nombrar lo humano ante el horror de Auschwitz. De paso, implícitamente
se presenta a un Heidegger redimido, despojado de su pasado nazi, como parece
desprenderse de la lectura gadameriana del encuentro entre el poeta y el
filósofo en Todtnauberg (algo que ya despertó, justificadamente, la indignación
de un Lacoue-Labarthe) [...]"
(Fragmento de la reseña sobre el libro Celan, lector de Freud de Arnau Pons, publicada en la revista chilena Gradiva. Aquí puede leerse el texto completo)
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jueves, 23 de noviembre de 2017
Cae, corazón (versiones de Ingeborg Bachmann)
Ingeborg Bachmann y Paul Celan |
El Cuaderno publica algunas de mis versiones de la gran Ingeborg Bachmann. Valente llegó a afirmar en una ocasión que sin leerla a ella (y a Celan) no se podía escribir poesía. Y, más allá de lo hiperbólico de la expresión, hay que convenir que se trata de una autora que merecía tener mucha más presencia entre nosotros.
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sábado, 11 de noviembre de 2017
jueves, 2 de noviembre de 2017
Una hoja, sin árbol... (Paul Celan)
Anselm Kiefer |
Una hoja, sin árbol,
para Bertolt Brecht:
¿Qué tiempos son estos
en los que una conversación
es casi un crimen
porque encierra
tanto que ha sido dicho?
Paul Celan (versión de J. L. G. T.)
Aquí, el original
Aquí, el original
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jueves, 12 de octubre de 2017
Sal y pan (Ingeborg Bachmann)
Después de cierto tiempo de inactividad en esta bitácora, traigo aquí mi versión de un poema de Ingeborg Bachmann, que se recogió en el pequeño libro editado con ocasión de la I Bienal "Ángel Crespo" de Poesía y Traducción, celebrada en Calaceite en verano de este mismo año y que organizó con tanto entusiasmo nuestra querida (y añorada) Pilar Gómez Bedate. Valga también este texto como pequeño homenaje a Pilar, a quien recordamos hace poco en el Ateneo de Madrid.
SAL Y PAN
Ahora
empuja el viento los raíles,
iremos
tras ellos en lentos trenes
y
habitaremos estas islas,
confianza
por confianza.
En
la mano de mi más viejo amigo
reservo
mi puesto. El hombre de la lluvia
ahora
administra mi casa oscura y completa
en
el libro de cuentas las líneas que tracé,
desde
que no permanezco allí tan a menudo.
Tú,
con los ornamentos blancos de la fiebre,
reúnes
a los desterrados y arrancas
de
la carne de los cactus una espina:
el
signo de la impotencia,
ante
el cual, sin quererlo, nos postramos.
Sabemos
que
seguimos siendo prisioneros de los continentes
y
que de nuevo sucumbimos a sus enfermedades
y
que las mareas del tiempo
no
serán más escasas.
Dormid,
sin embargo, en la roca
de
la calavera mal iluminada;
la
garra permanece en la garra,
en
la piedra oscura, y los estigmas
han
cicatrizado en el violeta del volcán.
De
las grandes tormentas de la luz
nadie
alcanza las vidas.
Así
recojo sal
cuando
el mar nos inunda
y
retorno
y
la deposito en el umbral
y
entro en casa.
Compartimos
un pan con la lluvia,
un
pan, una deuda y una casa.
INGEBORG
BACHMANN, Die gestundete Zeit
(Versión de J.L.G.T.)
Aquí, el original
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domingo, 20 de agosto de 2017
"Mapamundi del dolor": Marta Agudo
“MAPAMUNDI DEL DOLOR”:
SOBRE HISTORIAL DE MARTA AGUDO
No puede negarse que el cuerpo es
una categoría central de nuestra época. Con todo, cabe preguntarse hasta qué
punto ese cuerpo, proyectado en constantes arquetipos e imágenes ideales, no
acaba revelando una suerte de sublimación inversa, por la que nuestra carne,
atravesada por la mortalidad y por su carácter ciertamente vulnerable, se
convierte en su contrario, como si la visión cristiana de los cuerpos gloriosos
se hubiera secularizado hasta extremos sorprendentes. De ahí la vivencia
contradictoria de la corporalidad que atraviesa nuestras sociedades: afirmación
y negación a un tiempo de un cuerpo que somos y que, sin embargo, pareciera
tantas veces ajeno.
El trabajo de Marta Agudo nos aleja de
esas visiones simplistas del cuerpo, para, desde la carne enferma, nombrar su
carácter vulnerable, su mortalidad. El cuerpo recupera así su carácter de pura
evidencia, de presencia constante, y, al mismo tiempo, deja entrever cierto
carácter espectral. Caer enfermo (nótese el dramatismo del verbo en español) es
tomar constancia de la frágil sustancia de nuestras construcciones mentales:
“El hombre, como escribía Octavio Paz, es materia que se piensa a sí misma. Se
piensa, sí, se complace en lo divino, pero mira esta mano que sangra”. No
obstante, si Historial de Marta Agudo consigue atrapar el complejo nudo que nos
ata a nuestra carne, no lo hace tan solo por abordar un tema a menudo hurtado
como es el de la enfermedad (grave). La razón principal es que asistimos a un
exigente trabajo sobre el lenguaje, que, si en ocasiones parece deslizarse
hacia la mimesis directa (“Una baja más, otra cama libre”, el celador a su
compañero”), también sabe recurrir a imágenes de fuerte carga simbólica, de
poderoso aliento irracional: “Como el pez al mar es un punto inaprensible, así
el cadáver al dios de los descalzos”.
Porque somos cuerpo y somos lenguaje (y
no simplemente “tenemos” cuerpo y habla), verbalizar el sufrimiento es una
forma de asumir la encrucijada en la que nos ha tocado vivir. La escritura de
Marta Agudo asume en este libro el carácter contradictorio de la enfermedad
(que comparte ese carácter con la muerte) que nos impone a un tiempo la
locuacidad y el mutismo. En la vida cotidiana (y en la escritura) se desmiente
con frecuencia el célebre aserto de Wittgenstein en el Tractatus: es
precisamente sobre lo que no podemos hablar sobre lo que no podemos callarnos.
En este sentido, creo que Historial se comprende mejor dentro de la trayectoria
poética de la escritora, si lo comparamos con títulos como 28010. Si en los
libros anteriores la tendencia a lo fragmentario era evidente (hasta el punto
de que su primer poemario se titula así, Fragmento), ahora la experiencia de la
enfermedad parece arrastrarnos hacia un discurso que tiende a expandirse, lo
que se aprecia tanto en los textos en prosa como en aquellos que recurren al
versículo. Sin embargo, conviene no exagerar el contraste, porque creo que
buena parte de la eficacia del libro consiste en explorar nuevas formas sin
dejar del todo de lado las antiguas. Los textos del libro se benefician así de
una tensión entre la contención que impone un ritmo sincopado y fragmentario y
la pulsión torrencial de una voz que no puede callarse, porque necesita transformar
el dolor en palabra, para convertirlo en experiencia humana, aun siendo
consciente de que siempre se trata de algo que nos desborda. La propia
sustancia lingüística del libro responde así a esa ambigua vivencia de la
enfermedad que señalábamos antes, que nos impele tanto a hablar como a
callarnos, lo que revela su carácter límite. No es esta la única ambivalencia a
la que nos arrastra el cuerpo enfermo: enfermar es asomarse a una grieta,
afrontar el carácter incomunicable del sufrimiento: “Aquí no se comparte nada.
Y digo “aquí” porque el cáncer es un espacio […]”. Por otro lado, sin embargo,
la enfermedad relativiza el yo, se convierte en un espejo en el que reconocer
un destino común. La enfermedad (y también la muerte) nos hacen oscilar así
entre la soledad radical y la solidaridad – si se me permite una palabra tan
gastada—, solidaridad no menos radical que llega incluso a ir más allá de lo
humano, como testimonia, por ejemplo, el texto que la autora dedica a su
“perrilla”.
El Historial de Marta Agudo es así un
testimonio que rebasa la experiencia individual para tocar el fondo oscuro de
la condición humana, con una sensibilidad cercana al barroco o, incluso a la
tragedia griega: “si vivir ya implica morir, para qué estos sorbos de nada
precedida”. El cuerpo enfermo revela así la profunda unidad entre la vida y la
muerte, lo que lleva a escribir, como un eco quizá de las terribles palabras de
Sileno a Midas, recogidas por Nietzsche, “Acaso hubiera sido preferible la
píldora transparente del no nacer”. Y, con todo, el dolor de los otros, más que
el propio, es el que parece convertir el lenguaje en una muralla de
resistencia, en un muro de contención que conoce su fragilidad, consciente del
“bilingüismo del estar y la nada. El cuerpo, ventrílocuo de la desaparición,
encefalograma raído, escáner que bordea un epílogo sin sangre ni sutura”.
lunes, 7 de agosto de 2017
La niñez como utopía. A propósito de un libro de Amalia Iglesias
LA NIÑEZ COMO
UTOPÍA. A PROPÓSITO DE TÓTEM
ESPANTAPÁJAROS DE AMALIA IGLESIAS SERNA
En el título, Tótem espantapájaros, parece esconderse
una suerte de oxímoron, puesto que el tótem nos lleva al ámbito de lo sagrado,
de la ritualización de la experiencia, de lo que está más allá de lo humano,
mientras que la palabra espantapájaros se sitúa más bien en el territorio de lo
grotesco, de lo ridículo, del espantajo que intenta, en vano, imitar nuestra
figura. Y es que las formas que dibujan los poemas de Amalia Iglesias,
“monigotes” como la misma autora los llama asumiendo conscientemente un
lenguaje infantil (la niñez es un referente simbólico importante en el libro),
esbozan el territorio de lo humano posible, nos dicen de alguna forma que la
humanidad es siempre proyecto. Rituales laicos que quieren escribir las letras
sobre un cuerpo –como la propia autora nos sugiere en una iluminadora
introducción— para inscribir en el cruce entre el logos y la carne, entre la corporalidad y su fantasma, el espacio
que nos es propio y que pareciera cada vez más amenazado: “Renacer./
Rehumanizar./ Volver a ser niños/ sin agujeros/ negros ni/ radiación/ de
fondo”.
Se trata, de
alguna forma, de fundar una sacralidad en la inmanencia del cuerpo, del amor,
de la vida que comienza una y otra vez en medio de tanta destrucción. Sin
embargo, lo sagrado, cuando renuncia a dogmas y nombres propios, no puede
comprarse a precio de saldo. El riesgo del artista moderno que se adentra en
estos ámbitos, es sucumbir al mito, convertirse en uno más de esos vendedores
de baratijas espirituales, de esos “chamanes de guardia”, como se dice en un
verso. De ahí que el tótem esté siempre a punto de transformarse en
espantapájaros. De ahí también que la figura pueda evocar en algún momento la
forma de una cruz, pero sin que sea posible retornar a las creencias de la
infancia (“Qué altares levantar ahora/ contra la tarde, a quién orar en/ esta noche extrema, si todos
los/ dioses arden como rastrojos/ al final de verano”). En este sentido, es
reveladora la anécdota que la autora cuenta en el texto inicial en prosa acerca
de un Crucificado que aterrorizaba a la niña que ella era entonces acabó tirando
al suelo. El Cristo se rompió en pedazo y, sin embargo, quedó intacta la cruz de
madera que sostenía la figura. La evocación de este hecho abre el territorio de
una sacralidad sin dios, una celebración de lo humano, que es también
nostalgia. Esa añoranza se esboza en las
siluetas vagamente antropomorfas de los caligramas: “En la pizarra cósmica de
los desesperados,/ donde no llega el dedo de Dios, abrir un hueco/ a la
esperanza, aunque sólo sea un garabato,/ una fisura de emergencia hacia el
futuro”.
La bellísima
edición de Abada nos muestra la página par negro sobre blanco con letras de
imprenta y, en la impar, como su reverso, blanco sobre negro, con letras que en
cierto modo imitan una caligrafía infantil, como frases escritas sobre una de
las viejas pizarras de la niñez. “Negro era el color de la utopía”, leemos en
el poema o fragmento LVIII, que alude a una afirmación de Adorno, pero que,
sobre todo, revela uno de lso núcleos centrales del dinamismo simbólico del
texto. No hay aquí una afirmación ingenua de la esperanza, sino una voluntad de
no resignarse, de encontrar un espacio posible donde respirar: “el blanco
buscaba en las tinieblas/ la puerta para salir al desconsuelo”. Pareciera haber
en ese juego un homenaje a Mallarmé, y a la vez un desmentido, una necesidad de
darle la vuelta (o, quién sabe, pensarlo hasta el final, como diría Celan): el
lenguaje poético se despliega con la libertad de su autonomía, pero no se
cierra sobre sí, afirma un mundo que hay que cuidar, que debe albergar las
vidas que vendrán. El gesto de escribir sobre un cuerpo, o más bien de crear
ese cuerpo con palabras, tiene así algo de ceremonia mágica, de acto
terapéutico, porque es preciso sanar demasiadas heridas. La lectura de los
textos revela una cierta tensión entre el ritmo versal y el modo en que se
organizan las palabras para dibujar los caligramas, como si algunos versos se
quebraran de repente, como si esa misma sensación de expectativa, mediante una
original técnica de encabalgamiento, evidenciara esa tensión utópica, el pulso
del deseo.
La poesía
muestra, de este modo, su voluntad de curación, de resistencia frente al poder
y sus desmanes: “Un verso al día para que broten/ las semillas hundidas en
nosotros”. No se trata de alentar sueños vacíos, porque “Puedes envolver tus
brazos en todas las banderas/ pero nadie va a traerte la tierra prometida”. Se
trata más bien de despertar lo dormido, lo olvidado, lo que todavía no ha
podido emerger entre tantas ruinas: poesía como ars vivendi, como infancia reconstruida, conscientemente adulta.
Niñez como utopía, como algo que pertenece más al futuro que al pasado: “Te
palpabas las trenzas/ para saber que iba a durar/ la infancia y el peso de los/
bolsillos de un puñado de/ piedras. Buscabas dentro el/ secreto que no
erosiona/ la mirada, algo que estaba/ sin estar más allá del invierno”.
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