miércoles, 29 de abril de 2020

En la tormenta de las rosas (Ingeborg Bachmann)





EN LA TORMENTA DE LAS ROSAS

Donde sea que vayamos en la tormenta de las rosas,
la noche está iluminada por espinas, y el trueno
del follaje, que fue tan silencioso en los arbustos,
ahora nos pisa los talones.

INGEBORG BACHMANN
(Versión de J.L.G.T.)
Aquí, el original

sábado, 18 de abril de 2020

La infección (y 3). Antígona en los tiempos del coronavirus


Giorgio de Chirico


VI

Otro pensamiento piadoso que se repite estos días: la experiencia de la enfermedad y el aislamiento abre la puerta a una nueva civilización del cuidado, una nueva cultura que tome conciencia de nuestra propia vulnerabilidad y de la de los otros. Pero que algo nos suceda no significa necesariamente que se constituya en experiencia.
Benjamin identificó la afasia de quienes volvían de la Primera Guerra Mundial con una imposibilidad de construir lo vivido como experiencia propia. Paradójicamente, una realidad tan traumática como la de la Gran Guerra encontraba dificultades para formar parte de la trama individual de los individuos que la habían sufrido. Como algo que no cabía alojar en un relato personal y colectivo, y que, por tanto, no podía hacerse lenguaje.

VII

Y, sin embargo, es urgente encontrar palabras. El aislamiento que vivimos corre el riesgo de extremar aún más las tendencias egocéntricas de un mundo, en el que cada vez nos cuesta más hacernos cargos de la vivencia del otro. Ni el encierro es igual para todos, ni constituye, en la mayor parte de los casos, el verdadero trauma. Pero, conforme avanzan los días, los muertos parece cada vez más lejanos. Y eso que tal vez el más doloroso de esta pandemia sea la soledad de los enfermos y los agonizantes, unida a la angustia, por parte de los más próximos, de no poder despedirse. Hemos construido una sociedad de espaldas al duelo, y ahora sentimos de pronto, y de qué manera, la necesidad del luto. Hemos vivido de espaldas a los muertos, y solo ahora nos es posible darnos cuenta. Ahí, en ese lugar vacío, tal vez sea posible construir una experiencia. O al menos constatar de verdad la ausencia de esta.
VIII

Otra vez, Antígona. Antígona en los tiempos del coronavirus es el recuerdo de una piedad que ya no sabemos cómo ejercer. Piedad, más que heroísmo, es tal vez lo que necesitemos ahora.
La palabra “héroe”, tan repetida hoy, despierta en mí –lo confieso—un sentimiento ambiguo. Por una parte, es reconfortante que podamos volver a admirar a alguien. La admiración se nos había vuelto sospechosa, algo casi inverosímil en una sociedad cada vez más narcisista. Apenas sobrevivía, y de manera harto ambigua, en el terreno del deporte. En ese sentido, quizá sea beneficioso recuperar cierta dosis (¿cuánta?) de héroes y heroínas. Por otra parte, sin embargo, la apelación al heroísmo recuerda demasiado a una retórica de guerra. Se trata de algo que excede el puro terreno de la ética y del sentido cívico, por más que, de manera irrisoria, se hayan querido calificar como heroicos actos como quedarse en casa o lavarse las manos. Temo exagerar, pero no puedo evitar preguntarme si una democracia que necesita héroes no corre el riesgo de anhelar también caudillos y victorias.
Tal vez Antígona pueda ser hoy el único rostro aceptable de lo heroico. Antígona, que se nos impone como heroína porque es la antiheroína, la que no entiende, porque no quiere entender, las palabras manchadas de sangre de los héroes, aquella que, en la mirada de María Zambrano, va más allá de la justicia y rechaza contarse entre los victoriosos.

IX

Antígona no puede velar hoy el cadáver de ningún hermano, pero se pasea por los hospitales y por las ucis para recordar que ese lamento, esa protesta contra la muerte, nos constituye como humanos. Antígona está al lado de la muerte, porque quiere estar al lado de la vida. Si al menos aprendiéramos eso, no sería poco. Pero, ay, me temo, el olvido también nos constituye y es tenaz y a menudo más fuerte que la memoria.

    

miércoles, 15 de abril de 2020

La infección, 2





IV

La irrealidad de la realidad, podría escribir, si no temiera caer en un juego de palabras, en ese hilar de pensamientos vanos que tejen una maraña apenas soportable en los periódicos y en las redes sociales. Por un lado, la epidemia ha vuelto inesperadamente real ese mundo que siempre era de los otros, las lejanas comarcas del Ébola y de la malaria, aquello intolerable pero que tolerábamos con tanta facilidad en otras latitudes y colores de piel. Por otro, la cuarentena nos ha vuelto ya definitivamente habitantes de un ciberespacio, que nos da forma tanto como nosotros se la damos. Se repite estos días que la falta de contacto físico, la obligada distancia, va a dar lugar a nuevos modos de relacionarse, cuando al fin esto pase (pero, ¿qué es realmente “esto” que tiene que pasar?).  Aprenderemos –se dice— a valorar un tipo de relación más cercano, más apegado a la presencia real del otro. Y, de nuevo, ¿qué es eso de una “presencia real”? Como si bastara la proximidad física para abolir toda distancia. Se habla con demasiada frecuencia de solidaridad ahora, en este mismo hotel Europa que hace nada mostró su cara más dura con los refugiados, y donde sigue habiendo habitaciones de primera y de ínfima categoría. Mientras, el Último (ese fascinante personaje de Murnau) se prepara para dejar su imaginario puesto de mando y limpiar, con rabia y con tristeza, los lavabos del hotel donde acecha la infección.

V

¿Servirá, por ejemplo, la temida parálisis del mercado para percatarnos del carácter ficcional de una economía, en la que, al parecer, solo los empresarios creaban riqueza, mientras que los trabajadores conformaban una suerte de pasividad informe, al modo de la materia aristotélica? ¿Dejaremos a hablar del trabajo como un maná inmerecido, como un regalo venido de los dioses, que solo cabe agradecer?  Creo que no: que lo más probable es que vivamos esto (otra vez “esto”) como un mal sueño, como un intervalo, tras el cual intentaremos reanudar lo que llamábamos vigilia. En esa normalidad no cuestionada el trabajo individual se percibe solo como el combustible de un perpetuum mobile. No otro mensaje se ha lanzado a nuestros niños y adolescentes: pase lo que pase, la maquinaria debe seguir en funcionamiento. Las tareas escolares como metáfora de un mundo sin aliento, en constante estado de actividad.

domingo, 12 de abril de 2020

La infección, 1





LA INFECCIÓN, 1 

I

No he podido escribir desde los primeros días del encierro. Lo hago ahora e intento rescatar (sin demasiada fe en poder hacerlo) esa primera impresión de irrealidad. Me corrijo: de realidad, pero de realidad en exceso. Como si de pronto nos hubiéramos percatado de que solo podemos soportar una dosis mínima de lo real. Pero lo real se nos pega a la piel, como el olor a lejía que lo invade todo.

II

La lejía (creo) ha dejado manchas en mis muñecas y en el dorso de mis manos. Pienso en mis manos. En las manos. Las manos que han alcanzado un extraño protagonismo estos días, convertidas en agentes de infección, en una amenaza para los otros y para nosotros mismos. Noli me tangere, no tocar, es quizá el lema de estos días, más allá del repetido “Quédate en casa”. Días, por ejemplo, en los que no pocos sanitarios, y sus parejas, optan por dormir en camas separadas, para evitar el contagio y, sobre todo, para no transmitir el virus (que no saben si portan) a los pacientes. Parece el mal argumento de un cuento de terror. Amenazas invisibles, manos convertidas en un apéndice extraño, como aquella vieja película muda, Las manos de Orlac, en la que a un pianista que ha perdido ambas manos le trasplantan, en su lugar, las de un hombre ejecutado por asesinato. La extrañeza de una mano: mano-araña. Manos que matan sin quererlo. Manos también que curan.

                                               III

De esa extraña mezcolanza de realidad e irrealidad parece hecho el insomnio: como si todo lo que el trabajo, las tareas domésticas, los niños… han ido dejando a un lado, se abalanzara sobre uno de pronto por la noche, arrebatándole el sueño. Y eso que ya no está el dolor de los primeros días, la angustia del número de infectados y muertos, ese dolor en gran medida abstracto, en cierto modo prestado y no sé si del todo legítimo. Latía entonces la sospecha de cierta impostura, la de pretender encarnar el dolor de otros. Eso casi ha desaparecido. En su lugar, viene de vez en cuando la culpa por haber incorporado los muertos diarios a lo cotidiano, por celebrar incluso el número de fallecidos que decrece. La muerte convertida no en algo individual, sino en pura suma. O resta. Todo número miente.

domingo, 5 de abril de 2020

Reinado del pez pequeño (Yevgeniy Breyger)


Y. Breyger


REINADO DEL PEZ PEQUEÑO


La mañana en pedazos es llevada a la tarde.
Tierra seca entre los dientes evoca el disolverse
de la caliza, arrastrada por olvidados signos de la mano
de un muerto, que busca nombres en los archivos.

Como gotas de ácido, inútiles sobre piedra, flotando
la tarde es llevada a la noche. Los muertos no son
de noche ellos mismos. Por eso duermen. Por eso en sueños
piensan en las venas de las hojas del arce por las que sin prisa

la vida escapa en pequeñas porciones. Hacia el temblor
de cuerpos delgados, hacia corrientes que desaparecen de [[[[pronto
y ríos que se convierten en mares, el hedor que se forma.
La noche, tal cual es, es llevada a la mañana.


Yevgeniy Breyger 
(versión de J.L.G.T.)
Aquí, el original