viernes, 28 de octubre de 2016

Hotel Europa

 Este es uno de los poemas (de un libro inédito) que probablemente leeré hoy en Enclave de Libros, en un acto en el que participo junto con Pilar Martín Gila y Walter Cassara (gracias al buen hacer de Jordi Doce, quien coordina y presenta la lectura). El texto, por cierto, apareció hace ya tiempo, con algunas variantes, en Cuaderno ático, la estupenda revista impulsada por Juan Manuel Macías.

Imagen de El último de Murnau


HOTEL EUROPA

El resto es este rumor inconsolable, este chocar de esferas que van a la deriva. Desde aquí escucho los valses del Imperio con un aire de jazz mientras insisten lejos los obuses con su secreta música. Soy el último. El que husmea los sótanos, el animal dormido en las alcantarillas, el que friega furioso el suelo del lavabo y reclama su óbolo de avispas o silencio. Guardo entre noticias que fueron siempre viejas una corona de metal oxidado y los galones dorados del ujier. Es borroso tu rostro y, sin embargo, persigo cada noche tu cabellera lentísima en mis sueños. A veces, raras veces, he logrado olvidarme de tu nombre y entonces eres un número, el destino velado en cifras que no duelen. Porque el miedo es también un manojo de llaves, he abierto tantas puertas sin encontrarte nunca. Alguien me habló de ti. Posaba de pirata delante del espejo mientras los verdaderos nómadas cruzaban las fronteras. No quiero otro silencio sino el tuyo. Ni siquiera la obscenidad me sirve ya, Cordelia. ¿No te acuerdas de mí? Soy el padre de nadie, el que hace las cuentas con el amor de otros. Desde aquí escucho el chocar violento de las copas, cómo parten los trenes cargados de consignas. Yo guardo su secreto. Me empeño en ser el último. Todavía no he aprendido a callarme. Lo haré pronto.

domingo, 9 de octubre de 2016

Marchas forzadas

Paul Klee, Angelus Novus

"Para mí, el espíritu universal ha dado al tiempo la orden de avanzar; esta orden es cumplida; este ser avanza como una falange cerrada y blindada, irresistiblemente y con movimiento tan imperceptible como el del sol, hacia adelante, sin reconocer obstáculos; incontables tropas ligeras, a favor y en contra, lo flanquean, la mayoría de las cuales no saben de qué se trata y reciben solo golpes en la cabeza como si procedieran de una mano invisible. El partido más seguro a tomar es tener fija la vista en el gigante que avanza". En estas palabras de Hegel de 1816 sorprende la franqueza, casi diría el cinismo, con que se presenta la moderna visión de la Historia, de la que beben todos los mitos del progreso. Resulta indudable el tono marcial, casi épico, la concepción de lo histórico como un carro de combate frente al cual solo cabe la opción de apartarse o ser arrollado, si uno no tiene el dudoso privilegio de ir subido en él. Pero por chocante que nos parezca, todavía seguimos sumergidos en esa visión del mundo, la que identifica el realismo político con el necesario sacrificio de unos pocos o muchos en aras del llamado interés general, en las antípodas del reino de los fines con el que soñara Kant. Por el contrario, lo que se impone es una visión instrumental del otro y de lo otro, que no hemos abandonado sino que está más presente que nunca (pienso, por ejemplo, en todo el instrumental ideológico puesto en marcha, verdadera maquinaria de guerra, para justificar las medidas de austeridad impuestas por la Unión Europea, presentadas como las únicas opciones racionales para afrontar la crisis).
 Las palabras de Hegel pueden servir también de contrapunto a uno de los emblemas más poderosos de todo el siglo XX (y por la misma razón, más trillados, hasta el punto de que corremos el riesgo de que se convierta en un tópico inane). Me refiero al Angelus Novus de Benjamin, que se niega a mirar hacia delante, porque sabe todas las ruinas, todos los cadáveres que esconde la palabra "futuro". Un futuro, al que por otra parte no cabe renunciar pero sí poner entre paréntesis, porque, como el autor alemán afirma al final de su hermoso ensayo sobre Las afinidades electivas, la esperanza se nos ha sido dada solo por razón de los desesperados. Ese es probablemente el único futuro -el más necesario, el más improbable- que puede albergar, sin traicionarse, la escritura, desde la retaguardia del idioma, de la memoria, del lugar donde se dicen sin pudor las heridas.