lunes, 28 de abril de 2014

El territorio interior (Yves Bonnefoy)





Yves Bonnefoy, El territorio interior (Traducción de Ernesto Kavi). Sexto Piso, 2014.

 Aunque El territorio interior no es un libro de poesía (tampoco nos hallamos ante una narración propiamente dicha, a pesar de haber aparecido dentro de una colección de narrativa), no resultaría difícil adivinar que su autor es un poeta, aunque el despistado lector no supiera a estas alturas quién es Yves Bonnefoy (Tours, 1923), una de las voces más destacadas de la poesía francesa contemporánea. Y no me refiero con esto a las cualidades de su prosa, que a menudo alcanza una intensidad lírica, pero que desborda los límites de lo que convencionalmente se denomina prosa poética (sobre todo, cuando con tal etiqueta se alude, de manera engañosa, a una cierta hinchazón retórica y sentimental). Si en este libro Bonnefoy prolonga el diálogo con lo real que constituye su obra propiamente poética, ello tiene que ver con el hecho de que en estas páginas se recorre una perturbadora tierra de frontera a la que no es ajena la mirada lírica.
 
Leer la reseña completa en La tormenta en un vaso

lunes, 21 de abril de 2014

domingo, 20 de abril de 2014

Narración y poema: Gabriel García Márquez




  Siempre me siento incómodo al sumarme a ese rito no del todo laico que sucede a la muerte de un escritor y que se resuelve en una serie de homenajes, declaraciones más o menos sinceras con su ápice de hagiografía y competiciones para demostrar quién fue el mejor amigo del finado y quién puede atesorar mayor número de anécdotas personales, que el autor ya no puede desmentir. 
 Yo, desde luego, no conocí personalmente a Gabriel García Márquez. Mi abuelo materno (al que tampoco conocí) al parecer contaba (vivió varios años en Colombia) haber coincidido repetidas veces en un restaurante con el escritor, con el que charló y al que en más de una ocasión invitó a comer. No pude contrastar la exactitud de ese recuerdo, ya que nunca hablé con quien murió en Venezuela apenas pocos años después de que yo naciera, cuando uno todavía no sabía qué era eso de la muerte.
  Si venzo mi resistencia a sumarme al coro de los rituales funerarios es porque para mí García Márquez fue el Escritor. Lo fue durante un período no breve de mi adolescencia y de mi juventud lectora. Uno ha acabado por ser politeísta en literatura (y no solo en literatura), convencido de que una sola mirada no puede agotar la riqueza de la escritura, ni menos aun de ese laberinto borgiano de la realidad. Sin embargo, quizá sea necesario para todo lector que se precie pasar por esa etapa de fanatismo en la que un solo escritor, y a veces un solo libro, resume toda la literatura. A mí me ocurrió con Cien años de soledad (antes me había sucedido con otros títulos, menos confesables, que no desvelaré). Me fascinó aquella manera de narrar, que el propio García Márquez vinculó con la oralidad tradicional y con los relatos familiares, y por ello no me sorprendió en el fondo saber años más tarde que el narrador en su discurso de recepción del premio Nobel quisiera rendir un homenaje  a la poesía.
 "En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte". En estas palabras se adivina algo del espíritu del viejo Homero y quizá de la nostalgia permanente por la épica, ese género imposible  en la Modernidad y cuya añoranza, sin embargo, se deja sentir no solo en buena parte de la lírica y de la narrativa del siglo XX, sino también en artes más jóvenes como el cine. Cien años de soledad nos recuerda que, por muchas virtudes que tenga la escritura, quizá nada vale si no tiene, como escribió Machado de la memoria, "el don preclaro de evocar los sueños". De seguro resultará ingenua la siguiente afirmación (y más en los tiempos que corren), pero me cuento entre los que escriben, entre otras razones, para volver a rozar esa magia de la palabra sentida al escuchar, aun antes de poderlos leer, los primeros cuentos infantiles. La boca y el oído tienen tanto que ver con la escritura como el ojo que lee o la mano que sujeta el bolígrafo o golpea con insistencia las teclas del ordenador. Una magia intensamente física que nos empapa, como Macondo, de sudor y de lluvia y en la que el tiempo no rige con ese despotismo de la cronología de nuestra edad adulta, ese tiempo lineal al que la memoria, no tan diferente del sueño, desmiente una y otra vez.

martes, 15 de abril de 2014

Huellas


En poesía, las más de las veces la huella precede al camino.

martes, 8 de abril de 2014

Número 6 de la revista Piedra y Cielo





  Ya está disponible en la Red el número 6 de Piedra y Cielo con textos, entre otros, de Ana Hatherly, Camilo Pessanha, Sergio Barreto, Chus Pato, Jordi Doce, Francisco León, Andrés Sánchez Robayna... (recomiendo muy especialmente los poemas de Chus Pato, traducidos por Ana Gorría, quien ha hecho mucho por difundir una de las voces imprescindibles de la poesía gallega actual). 
 En este número, colaboro con una reseña sobre la poesía completa de Carlos Piera, cuya obra (tanto lírica como ensayística) lamentablemente todavía hay que reivindicar.

martes, 1 de abril de 2014

Marta Fuentes: El imperfecto cielo concedido


  Más de quince años median entre Servidumbre de vistas, el primer poemario de Marta Fuentes y el libro de poemas que el lector tiene ahora en sus manos. Quienes hemos tenido la suerte de conocer a Marta sabemos que no han sido exactamente años de silencio: no solo por la publicación de algunos textos en antologías como la del grupo Estruendomudo así como en diversas revistas, sino sobre todo porque, a lo largo de este tiempo, su escritura se ha ido decantando, explorando los caminos abiertos por aquella primera obra, en cuyo título ya se adivinaba una vocación, una suerte de fidelidad. Y es que la poesía de Marta es ante todo un ejercicio de mirada, un lento aprendizaje del difícil, imprescindible oficio de contemplar el mundo. En uno de sus poemas, el autor alemán Reiner Kunze escribe “El silencio se acumula en mí,/ la tierra para el poema”. Solo en silencio puede de verdad mirarse. O tal vez, como en los textos de este libro, desde el mirador de una palabra que ha hecho del silencio savia propia, su nervadura cierta.
 Marta Fuentes elude el riesgo, ciertamente acuciante en una poesía de este tipo, de que los poemas se conviertan en una serie de postales exóticas, portadores tan solo de una extrañeza impostada o superficial. Evidentemente, estas páginas recogen a su modo los recuerdos de quien ha vivido fuera de su país largas temporadas (algo que no ha favorecido precisamente la recepción de una autora que, como aquí se aprecia, tiene mucho que decir). El lector pasea, de la mano de Marta, por ciudades como Delhi, Estambul o Fez. Y sin embargo, esos espacios son ante todo los puntos de coordenadas de un itinerario vital, en el que al mismo tiempo el yo queda trascendido. El poema ofrece así una mirada bifronte, abierta a la vez al mundo y a la velada intimidad de un “corazón intramuros”. Los versos despliegan paisajes mentales, casi como galerías y jardines machadianos, que sin embargo huelen a realidad. El giro obsesivo de la danza de los derviches, a los que también se alude en los poemas, tiene mucho que ver con esta escritura, tan ensimismada como en el fondo fascinada por las cosas y los seres que la rodean: palabras que parecen rotar sobre sí mismas, en un movimiento centrípeto que convierte al poema en un instante arrancado al tiempo, en un orbe en apariencia cerrado (Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos, podríamos decir con el barroco Soto de Rojas y, ciertamente, no es ajena esta escritura a cierta tensión barroca, poco frecuente en la poesía española actual). Y, con todo, ese ensimismamiento esconde una fuerza centrífuga en su interior, como una redoma que pudiera estallar en cualquier momento. La imagen del jardín antes citada tiene mucho que ver con el mundo poético de Marta Fuentes: el jardín árabe y andalusí como imagen del hortus clausus, del espacio (tiempo) cercado y a la vez como microcosmos (como el Jardín del Edén es al mismo tiempo la negación del mundo y la imagen secreta de nuestro propio mundo).
  “Y no se precipite la lágrima en la niña”: quien busque en estos poemas una emoción desatada, al modo romántico (me corrijo: al modo de cierto romanticismo superficial) no dejará de sentirse defraudado. Sin embargo, la emoción no está ausente: solo que la lágrima, como en el citado verso, ha quedado detenida, convertida con admirable labor de orfebre en una joya, cristalizada en la imagen poética. Sublimación de la emoción, decantación: en absoluto desaparición de la misma. Ahí está latente, casi amenazante como si el dolor formara también parte del movimiento paradójicamente inmóvil de las palabras, teñidas de esa melancolía, casi insoportable, “de las cosas aquellas que se saben,/ desde el comienzo, coral y fósil”.
 Contemplar el “imperfecto cielo concedido” es asumir nuestro destino terrestre, convertir en un imperativo ético dejarnos asediar por la belleza. Belleza: una palabra que ciertamente no está de moda, pero no se me ocurre otra mejor para hablar de la experiencia que nos brindan estos poemas.
 
J. L. G.T., "Palabras preliminares" al libro de Marta Fuentes, El imperfecto cielo concedido (Polibea, 2014).




SUFÍES

HOMBRES que convocan al león y la gacela,
que enloquecen al final de las ruinas
en la vigilia imantada de los minaretes;
hombres que adoran un pálido globo,
un sudario, la fría
sentencia de noche en la nuca del fiel.
Balanceando un jardín con nombres persas
duermen sus mujeres, amedrentadas
aves, en la oquedad de los templos.

***

Árboles, vértebras del invierno, voz,
luz opalescente del querer entrar
a la disposición ya imposible
de las cosas aquellas que se saben,
desde el comienzo, coral y fósil.

Marta Fuentes (del libro El imperfecto cielo concedido)