domingo, 12 de abril de 2020

La infección, 1





LA INFECCIÓN, 1 

I

No he podido escribir desde los primeros días del encierro. Lo hago ahora e intento rescatar (sin demasiada fe en poder hacerlo) esa primera impresión de irrealidad. Me corrijo: de realidad, pero de realidad en exceso. Como si de pronto nos hubiéramos percatado de que solo podemos soportar una dosis mínima de lo real. Pero lo real se nos pega a la piel, como el olor a lejía que lo invade todo.

II

La lejía (creo) ha dejado manchas en mis muñecas y en el dorso de mis manos. Pienso en mis manos. En las manos. Las manos que han alcanzado un extraño protagonismo estos días, convertidas en agentes de infección, en una amenaza para los otros y para nosotros mismos. Noli me tangere, no tocar, es quizá el lema de estos días, más allá del repetido “Quédate en casa”. Días, por ejemplo, en los que no pocos sanitarios, y sus parejas, optan por dormir en camas separadas, para evitar el contagio y, sobre todo, para no transmitir el virus (que no saben si portan) a los pacientes. Parece el mal argumento de un cuento de terror. Amenazas invisibles, manos convertidas en un apéndice extraño, como aquella vieja película muda, Las manos de Orlac, en la que a un pianista que ha perdido ambas manos le trasplantan, en su lugar, las de un hombre ejecutado por asesinato. La extrañeza de una mano: mano-araña. Manos que matan sin quererlo. Manos también que curan.

                                               III

De esa extraña mezcolanza de realidad e irrealidad parece hecho el insomnio: como si todo lo que el trabajo, las tareas domésticas, los niños… han ido dejando a un lado, se abalanzara sobre uno de pronto por la noche, arrebatándole el sueño. Y eso que ya no está el dolor de los primeros días, la angustia del número de infectados y muertos, ese dolor en gran medida abstracto, en cierto modo prestado y no sé si del todo legítimo. Latía entonces la sospecha de cierta impostura, la de pretender encarnar el dolor de otros. Eso casi ha desaparecido. En su lugar, viene de vez en cuando la culpa por haber incorporado los muertos diarios a lo cotidiano, por celebrar incluso el número de fallecidos que decrece. La muerte convertida no en algo individual, sino en pura suma. O resta. Todo número miente.

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