lunes, 3 de febrero de 2014

Poetas, mentirosos, ustedes no se mueren nunca...


Melancolía de los nombres propios... Juan Gelman, Félix Grande, José Emilio Pacheco, nombres que ya no designan tan solo a una persona, sino una multitud de yoes y ningunos, que hablan y se confunden y discuten en las páginas de sus libros. Es un torpe consuelo y, sin embargo, hay algo más que un truco retórico en esa lucha contra la muerte que es toda escritura. Uno no sabe si repetir como un mantra aquel verso de Sabines, "Poetas, mentirosos, ustedes no se mueren nunca", indignarse o simplemente rendirse a la evidencia de vivir en una época idiota, en la que se utiliza sin pudor la palabra "sabio" para referirse a cierto entrenador de fútbol (elevado al morir, como suele suceder, a los altares) mientras se escamotea el mismo apelativo para otros que probablemente lo rechazarían a pesar de tal vez ser más merecedores de él. Hay una suerte de ética de palabras que nos impide usar a la ligera determinados vocablos ("sabio" o "sabiduría" son buenos ejemplos), términos que tal vez deberíamos poner en cuarentena o que, al menos, tendrían que obligarnos a una pequeña pausa antes de que nos atrevamos a pronunciarlos o a convertirlos en signos sobre el papel. "Los pocos sabios que en el mundo han sido...", escribe el fraile agustino, casi sin duda convencido de no ser uno de ellos. Melancolía también de los nombres comunes, del diálogo como una pantomima, de las palabras a precio de saldo.