sábado, 2 de octubre de 2010

Autoría

Postular a estas alturas la muerte del autor como si de una novedad se tratara, como si no hubiesen existido Freud ni las vanguardias, Roland Barthes ni el estructuralismo, ¿no tiene algo de impostura, cuando no de ampulosidad retórica, de falsa modestia, de ejercicio camuflado de egocentrismo? El juego de ocultar el propio nombre, el coqueteo con el anonimato que se queda en puro coqueteo parece en ocasiones una torpe estrategia de strip tease, de quien simula ocultar aquello que queda, de este modo, en el centro de todas las miradas.
No es exactamente el mismo fenómeno, pero tengo la impresión de que aquellos autores que, como Salinger o Pynchon, han perseguido la invisibilidad, acaban atrayendo sobre sus biografías, reales o imaginadas, una atención mayor que la de esos otros escritores que, sin tantos aspavientos, se han limitado a intentar que su mayor o menor visibilidad pública no perturbase demasiado ni eso que con cierta ingenuidad llamamos nuestro espacio privado ni las exigencias del oficio.
A menudo la mejor estrategia es la de la carta robada de Poe: firmar un texto que, en el fondo, nos desmiente, dejar a la vista un nombre que el texto vuelve casi invisible, exponer a la intemperie la frágil declaración de autoría que el resto de las palabras cercan hasta corroer la distancia que separa unos signos de otros. Al final, sólo quedan unas ruinas que, entre árboles y rocas, apenas ya pueden distinguirse del resto del paisaje.

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