sábado, 24 de noviembre de 2018

Ida Vitale

 Tras la reciente concesión del premio Cervantes a Ida Vitale, me ha parecido oportuno colgar aquí un fragmento del ensayo que le dedico a la escritora uruguaya en mi libro Extramuros, revisión del texto previamente aparecido en Vértigo y desvelo: dimensiones de la creación de Ida Vitale, volumen colectivo coordinado por María José Bruña.


"La escritura de Ida Vitale posee este don, tan difícil, de apresar la vida sin detener su flujo. En ella se cumple ese deseo que apuntara Ángel González, en un poema/poética: «Escribir un poema, marcar la piel del agua». Porque quizá esa, y no otra, sea la vocación de la auténtica poesía, acariciar la piel del mundo, apenas rozar su superficie para no forzar los precarios equilibrios que sostienen la existencia.
 Frente a la vacuidad de los discursos que ostentan la etiqueta de profundos, la poesía no teme ser superficial, si con tal adjetivo queremos señalar ese gesto que roza la superficie para adivinar, con vocación de zahorí, el fondo innominado. «Lo importante está debajo de las superficies, sospecha Byobu», leemos en uno de los libros de la autora, pero el protagonista del texto no persigue la profundidad en el Reino de los Cielos o en un platónico Mundo de las ideas, sino que escarba la tierra como un topo, para acabar encontrando una lombriz, que parte entonces en dos. Cuando sus ojos asombrados contemplan el agitado movimiento de dos lombrices, esa visión le basta a Byobu para sentir «más aire en su conciencia minuciosa». Y es que la poesía no es una labor aséptica. La escritura mancha los dedos de tierra y de tinta, interroga a la materia por sus formas. Como «Il Tuffatore» de Montale, el salto y la inmersión se confunden en el poema, que siempre, aun antes de arrojarse, ha tocado fondo, lo que sugiere una paradójica forma de habitar y conocer el mundo.
  «Aquí yace Uno cuyo nombre fue escrito en el agua», así evoca Shelley la inscripción que deseara Keats para su propia tumba. No era mal epitafio para quien consideró que el logro mayor al que puede aspirar un poeta es la impersonalidad. Pero en realidad la poesía sabe que todo nombre ha sido escrito en el agua, por más que el viejo Horacio, en sus Odas, defendiera que sus palabras levantaban un monumento más sólido que el bronce. Saber que escribimos palabras en el agua es aceptar, a un tiempo, el libre juego del lenguaje y la mortalidad. Mortalidad de la palabra, mortalidad del que escribe, mortalidad del que lee. «Te ibas/ o te habías ido ya,/ dejándonos solo un trazo». La voz lírica levanta acta del asombro de que somos al borde del no ser. «Hay días que parecen prestados por la muerte», así comienza el poema, «Elegías en otoño», del primer libro de la autora, La luz de esta memoria. Asumir que la vida nos ha sido dada en préstamo no implica renunciar a su valor, sino, al contrario, abrirse al don, no dejar que se escape lo hermoso aun sabiendo que tiene que convivir, las más de las veces, con lo mezquino o lo terrible.
[...] La escritura de Vitale tiene el coraje de nombrar el miedo, de mirar a la cara a la muerte. De aprender «las letras de las palabras de la nada», como reza la cita de Espriu con que se abre Procura de lo imposible. Pero, frente a la «nada que, siendo, es poco, y será nada» de un Quevedo, frente al quotidie morimur barroco, aquí es el cotidiano vivir el que brota de la muerte, como el Sísifo, pese a todo alegre, que soñara Camus: «feliz naciendo/ de la diaria muerte», dice Vitale. «Nacemos, sí, para morir nacimos./ Pero antes, cuánto es vida suave», esa convicción que leemos en Mella y criba da su peso específico a la poesía de la autora, acompaña su trazo, que se hace así solidario de la vida mortal y vulnerable. El trazo, a la vez delicado y firme, de Vitale parece querer decirnos que lo esquivo de la existencia solo puede expresarse desde una palabra consciente de su propia vulnerabilidad, palabra que puede adelgazarse hasta un quebradizo hilo de voz, pero hilo de Ariadna que resiste pese a todo y se atreve a esbozar, a trazar un mapa en los laberintos cotidianos del perplejo vivir, aun a sabiendas de que en cualquier esquina aguarda nuestro propio Minotauro.
 Sabido es que, entre las Seis propuestas para el próximo milenio de Italo Calvino, el escritor italiano incluye la «levedad» como una de esas ideas motrices para la escritura y para la vida. Esa levedad me parece uno de los rasgos más señalados del trazo de Vitale. Pero, atención, levedad, no significa falta de vigor ni mórbida delicuescencia. Levedad es, más bien, escucha, atención a lo que susurran las palabras sin levantar la voz antes de tiempo, hacerse cargo del peso del mundo sin añadir más lastre. Lo que afirma Calvino de Lucrecio, el poeta romano, no está demasiado lejos de la percepción del lector ante la obra de la uruguaya: «La poesía de lo invisible, la poesía de las infinitas potencialidades imprevisibles, así como la poesía de la nada, nacen de un poeta que no tiene dudas sobre la fisicidad del mundo». Apostar por la levedad no implica renunciar a la dureza, cuando es preciso ofrecer resistencia: «sé cardo, cuando llegaste como lana,/ piedra, cuando hilo de seda, flotarías» " (Extramuros, libros de la resistencia, 2018)

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