Carece del prestigio literario de otras enfermedades. Ni siquiera cuenta con el aprecio de la ciencia, que no parece considerarlo un enemigo a su altura. Médicos y pacientes lo tratan con una mezcla de impaciencia y desprecio, como un huésped inoportuno al que, sin embargo, se tolera porque se sabe que su estancia será corta. Y, sin embargo, cada invierno nos visita y nos vuelve un poco más humildes, un poco más conscientes de la frágil sustancia de la que estamos hechos. Tímido metafísico, el catarro no nos prepara para la muerte, o al menos no para la Muerte con mayúscula (todo en el catarro está, como la mayor parte de nuestra vida, condenado a escribirse en minúscula); pero, entre cínico y estoico, nos enseña a acostumbrarnos al desgaste cotidiano de los días, a la melancolía incierta de vagas pero decisivas derrotas.
La existencia del catarro es un argumento demoledor contra la teoría del diseño inteligente, porque ¿qué Mente divina podría haber creado una molestia tan insidiosa como banal, una enfermedad tan chapucera, tan lejos de la grandiosa puesta en escena de una plaga bíblica? Con todo, no resulta difícil imaginar que el catarro es el fruto de la broma de mal gusto de algún dios con minúscula, de uno de esos dioses burlones y un tanto chabacanos que aparecen en no pocas mitologías.
El catarro se lleva mal con la tragedia y con la épica. Es más aficionado a la comedia, pero a una comedia teñida de cierta melancolía. Por unos días nos hace convivir con nuestro cuerpo como con un extraño. Nos descubre en la carne que somos misterios que resultan casi triviales, pero que nunca condescenderán a enseñarnos esos dos maestros que llamamos sexo y muerte.
Los héroes nunca se resfrían, y por eso resultan a menudo crueles e insolentes. Si Helena hubiese recibido a Paris con el pañuelo en la mano o Aquiles se hubiese acatarrado cuando su augusta madre lo sumergió en la laguna Estigia, quizá la historia de Troya hubiera discurrido por caminos muy distintos. Por si acaso, un consejo: mejor un buen resfriado a tiempo que caer en la tentación de creerse inmortal.
2 comentarios:
Reflexionando sobre un tema que podría tratarse de un tema tabú en el sentido de que nadie quiere pensar en ello, mucho menos analizarlo, más que creado por un dios chabacano, el catarro parece un dios chabacano. Porque tiene la poca vergüenza y la mucha perfidia de aparecer en el momento más inoportuno de nuestros cuerpos débiles. Pienso en mis épocas de exámenes, como ahora, pañuelo en mano, vista clavada en los apuntes y mente perdida en lo mucho que duele la cabeza, o la garganta, o todo en general.
En el pack de "todo", entra la memoria, que se va resintiendo con los años.
Buenísimo Jose, me haces acordar de Finlaurë, que tampoco se acatarraba (ni ninguno de su especie). Un saludo.
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