miércoles, 20 de abril de 2022
GLORIA GERVITZ: MIGRACIONES
KADISH Y CELEBRACIÓN
(Gloria Gervitz, Migraciones. Poema 1976-2020, libros de la resistencia, 2020)
Una lectura apresurada nos llevaría a afirmar que este libro recoge la poesía completa de Gloria Gervitz, mexicana descendiente de judíos ucranianos, una filiación que no podemos dejar de citar puesto que deja huella en su obra. Y, sin embargo, habría que matizar tal afirmación, puesto que el subtítulo del libro, "(Poema: 1976-2020)", supone toda una declaración de intenciones: pareciera que estamos ante la tradición del libro único, que va sumando rama tras rama la imagen de un solo árbol, al modo ya clásico de Las flores del mal de Baudelaire o las Hojas de hierba de Whitman, y que encontramos asimismo en la tradición hispánica en La realidad y el deseo de Luis Cernuda, el Cántico de Jorge Guillén o la Poesía vertical de Roberto Juarroz. Pero Gervitz da un paso más allá, al insistir en el singular de ese “poema” que ha ido haciéndose más y más extenso a lo largo de más de cuarenta años de escritura. Volviendo a la imagen del árbol, nos encontramos con una imagen orgánica del texto, que va creciendo, como si fuera reflejo de la vida misma. Y en cierto modo es así, puesto que la identidad, el mero hecho de estar viva se convierte en una línea de fuerza del poema-poemario. Con todo, esa identificación entre poesía y vida no se da de manera ingenua. A pesar de la apariencia de crudo realismo de algunos pasajes (“y más hacia el este/ me masturbo pensando en ti”, “son mujeres de grandes tetas con pezones de amapolas […]/ acostumbradas a las grandes borracheras/ acostumbradas a darse placer frotándose el clítoris con aceite de coco/ acostumbradas a amamantar niños y a amamantar hombres/ acostumbradas a chupar el pene como si fuera un caramelo”), estos no dominan el conjunto, sino que son más bien uno de los polos entre los que, con sorprendente soltura, se mueve la palabra de Gervitz, entre lo real y lo imaginario, entre la memoria y el sueño, entre la experiencia de lo corporal y su fantasma. De hecho, esas mujeres de los versos citados, trascienden la pura recreación naturalista para adquirir un valor de arquetipo, casi mítico, como imagen de una vitalidad que emerge de sus propios cuerpos, incontrolados e incontrolables pese a tantos mandamientos y diques. En ese sentido, el inicio del libro puede resultar sorprendente, al combinar la vivencia de una masturbación con referencias a la espiritualidad judía, incluso a la Cábala: “bajo el grifo de la bañera abro las piernas/ el chorro del agua cae/ el agua me penetra/ se abren las palabras del Zohar/ quedan las preguntas de siempre”. No creo que haya en ello tanto una provocación como una necesidad de explorar la propia identidad: autoexploración del cuerpo, del lenguaje, de la memoria. Explorarse para, en cierta medida, construirse, puesto que la palabra “migraciones” en el título resulta determinante: el poema-obra va dando forma a un yo migrante, mestizo, contrapartida de una lengua igualmente mestiza y migrante. Por ello, no cabe leer como un simple anexo el glosario final, en el que abundan los mexicanismos (donde se mezclan elementos morfológicos del castellano con la etimología de lenguas como el náhuatl), pero también las palabras hebreas o yiddish. A la postre no importa hasta qué punto el libro refleja experiencias reales, puesto que la biografía resulta inseparable del lenguaje que recoge los hechos, pero también los sueños, los deseos, las proyecciones imaginarias… tan verdaderas en la construcción del sujeto como lo meramente fáctico.
Hay que insistir en que ese yo que emerge, sin constituirse nunca en un relato lineal, es un yo femenino. Ahí volvemos al motivo de la masturbación que aparece en otro de los pasajes, en el que la evocación de una experiencia onanista se enmarca en el paso de la niñez a la edad adulta, en un espacio íntimo pero abierto a un afuera, el de un mercado, en el que se exponen todo tipo de alimentos. La evocación de esos productos, que echa mano de una serie de elementos recurrentes en todo el libro (enumeraciones, estructuras paratácticas, anáforas, paralelismos, uso abundante de la conjunción copulativa “y”, supresión de comas…) despierta a la vez la sensualidad de los sentidos (color, aroma, sabor…) y del lenguaje, cuya exuberancia (que resalta el carácter mestizo ya señalado de la lengua mexicana) parece revelarse como correlato de la fecundidad del mundo. Hay así una erotización del idioma, pero también de lo real, expresado en una naturaleza desbordante. El mundo, como el cuerpo, está ahí para ser explorado y gozado, goce doble también de la boca que prueba los sabores y dice los nombres, recreándose en su fonética como si pudieran morderse también las palabras: “y en los canastos desbordándose de tanto chile/ el chipotle el morita el ancho el cascabel/ el guajillo el chile manzano el del árbol el chilaca/ y los piquín tan chiquitos y tan picosos y los habaneros/ y el mole verde y el rojo y el negro y el amarillo […]”. En momentos como este se condensa así un procedimiento que conforma todo el libro-poema, la imagen de un lenguaje sin fin (de ahí también la supresión de mayúsculas y posibles subtítulos o epígrafes), en perpetua migración, que viene de un pasado y se encamina hacia múltiples futuros. Por momentos hay casi una épica del mundo, al modo de Perse o de cierto Neruda (también en el uso de los procedimientos sintácticos ya aludidos), pero que no anula el polo lírico, que bordea también a menudo la elegía. Y es que el texto en su conjunto, también en su defensa del placer, quiere ser una afirmación de la vida frente a la muerte. En ese vitalismo de fondo, la dialéctica interior/exterior cobra todo su sentido: por momentos ello parece apuntar a una imagen corporal, el dúo boca/vulva, puesto que tanto la vagina como la cavidad bucal señalan una abertura, un espacio de comunicación con el mundo, pero también hacia un adentro. El lenguaje, como matriz fecunda, supone también un adentrarse en la propia memoria, en las lenguas que la voz lírica habla y por las que es hablada.
No es un elemento secundario del libro el diálogo con los muertos, o más bien, con las muertas: con la abuela, pero sobre todo con la madre. Como si esos sucesivos pasos (migraciones) en los que se constituye la propia voz necesitara reconciliarse con la figura materna, no sin antes marcar distancias: “qué estoy herida madre/ que me heriste madre/ qué me saqueaste madre/ qué me dañaste madre/ déjame salir de ti/ déjame salir”. Ya hemos señalado que el poema supone una afirmación vital frente a la muerte, pero contando con esta última, no negándola, puesto que hay que atravesar primero la Estigia de la memoria personal y de los otros. Así, de una manera en el fondo no paradójica, esa autoafirmación vital convive con una elegía, o mejor, con un Kadish, la oración judía por los difuntos que, según nos informa el glosario, “no habla nunca de la muerte”. No hay que olvidar, sin embargo, que, tradicionalmente, esta es una oración masculina, cuya recitación corresponde a los hombres de la familia. Tal vez aludan a ello parcialmente versos como los siguientes: “ella que no sabía decir Kadish/ despidiéndose en una estación de tren”. ¿Por qué no sabía decir Kadish? ¿Por su edad, por haberse alejado de sus orígenes judíos, por su condición de mujer?
Sea cual sea la intención consciente de la autora, lo cierto es que Migraciones es, en no pocos pasajes, un hermoso Kadish, a contrapelo de la tradición, dicho por una mujer a las mujeres de su familia. Porque la vida para afirmarse necesita contar, contarse, aunque ello parezca imposible: “¿quién puede decir su propia vida?” En esa imposibilidad habita el poema, su constante peregrinar. También la lucidez de un libro que nos empuja en su movimiento hacia adelante, que es asimismo un atrás, porque aquí el tiempo anda en múltiples direcciones, como quería María Zambrano. Lenguaje que no se conforma con ser puro lenguaje, puesto que decir implica siempre querer ir más allá del idioma: “¿qué hago/ con tanta/ belleza?/ ¿y si me quedara/ sin palabras?”
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