Debo confesar que tengo la fea costumbre de leer en los transportes públicos. Sin embargo, y aunque también a veces me acompaña un libro de poemas, me cuesta encontrar en el autobús o en el metro ese espacio propio que demanda la poesía.
He leído hace poco Un país mundano, el último libro de John Ashbery. No voy a recomendar leer a Ashbery en el metro, pero mientras iba adentrándome en el libro tuve la impresión, supongo que bastante caprichosa, de que la visión fragmentada que nos propone el escritor norteamericano tiene no poco que ver con una mirada educada en la velocidad, en la presencia fugaz de los paisajes urbanos y naturales entrevistos desde un automóvil o en la promiscuidad de los transportes públicos.
Hay poetas como Antonio Machado o Claudio Rodríguez que parecen escribir con el ritmo del caminante, como si paso y verso se acompasaran. Ya Walter Benjamin reflexionó sobre el efecto de la velocidad en nuestra forma de mirar el mundo. Recuerdo a propósito esos poemas de Juan Ramón Jiménez en el que la mirada impresionista remite al viaje en tren (el mismo Juan Ramón que reflejará el ritmo demorado de la reflexión en su Diario de un poeta reciencasado, gracias a la tranquilidad, cuando no al aburrimiento, que propiciaba entonces la lentitud de los viajes transatlánticos).
Quizá el entusiasmo que el octogenario Ashbery despierte en buena parte de los poetas jóvenes tiene que ver con una mirada educada en la velocidad, en lo fragmentario, también con la rapidez de la pantalla de Internet que cambia a golpe de ratón. “Ama tu ritmo y ritma tus acciones/ bajo tu ley”, escribía Darío. ¿Cómo se acompasa el ritmo de nuestra sangre, el ritmo de la respiración, con esos otros ritmos que marcan nuestro estar en el mundo?
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