lunes, 7 de agosto de 2017

La niñez como utopía. A propósito de un libro de Amalia Iglesias



 
LA NIÑEZ COMO UTOPÍA. A PROPÓSITO DE TÓTEM ESPANTAPÁJAROS DE AMALIA IGLESIAS SERNA



En el título, Tótem espantapájaros, parece esconderse una suerte de oxímoron, puesto que el tótem nos lleva al ámbito de lo sagrado, de la ritualización de la experiencia, de lo que está más allá de lo humano, mientras que la palabra espantapájaros se sitúa más bien en el territorio de lo grotesco, de lo ridículo, del espantajo que intenta, en vano, imitar nuestra figura. Y es que las formas que dibujan los poemas de Amalia Iglesias, “monigotes” como la misma autora los llama asumiendo conscientemente un lenguaje infantil (la niñez es un referente simbólico importante en el libro), esbozan el territorio de lo humano posible, nos dicen de alguna forma que la humanidad es siempre proyecto. Rituales laicos que quieren escribir las letras sobre un cuerpo –como la propia autora nos sugiere en una iluminadora introducción— para inscribir en el cruce entre el logos y la carne, entre la corporalidad y su fantasma, el espacio que nos es propio y que pareciera cada vez más amenazado: “Renacer./ Rehumanizar./ Volver a ser niños/ sin agujeros/ negros ni/ radiación/ de fondo”.
Se trata, de alguna forma, de fundar una sacralidad en la inmanencia del cuerpo, del amor, de la vida que comienza una y otra vez en medio de tanta destrucción. Sin embargo, lo sagrado, cuando renuncia a dogmas y nombres propios, no puede comprarse a precio de saldo. El riesgo del artista moderno que se adentra en estos ámbitos, es sucumbir al mito, convertirse en uno más de esos vendedores de baratijas espirituales, de esos “chamanes de guardia”, como se dice en un verso. De ahí que el tótem esté siempre a punto de transformarse en espantapájaros. De ahí también que la figura pueda evocar en algún momento la forma de una cruz, pero sin que sea posible retornar a las creencias de la infancia (“Qué altares levantar ahora/ contra la tarde,  a quién orar en/ esta noche extrema, si todos los/ dioses arden como rastrojos/ al final de verano”). En este sentido, es reveladora la anécdota que la autora cuenta en el texto inicial en prosa acerca de un Crucificado que aterrorizaba a la niña que ella era entonces acabó tirando al suelo. El Cristo se rompió en pedazo y, sin embargo, quedó intacta la cruz de madera que sostenía la figura. La evocación de este hecho abre el territorio de una sacralidad sin dios, una celebración de lo humano, que es también nostalgia.  Esa añoranza se esboza en las siluetas vagamente antropomorfas de los caligramas: “En la pizarra cósmica de los desesperados,/ donde no llega el dedo de Dios, abrir un hueco/ a la esperanza, aunque sólo sea un garabato,/ una fisura de emergencia hacia el futuro”.
La bellísima edición de Abada nos muestra la página par negro sobre blanco con letras de imprenta y, en la impar, como su reverso, blanco sobre negro, con letras que en cierto modo imitan una caligrafía infantil, como frases escritas sobre una de las viejas pizarras de la niñez. “Negro era el color de la utopía”, leemos en el poema o fragmento LVIII, que alude a una afirmación de Adorno, pero que, sobre todo, revela uno de lso núcleos centrales del dinamismo simbólico del texto. No hay aquí una afirmación ingenua de la esperanza, sino una voluntad de no resignarse, de encontrar un espacio posible donde respirar: “el blanco buscaba en las tinieblas/ la puerta para salir al desconsuelo”. Pareciera haber en ese juego un homenaje a Mallarmé, y a la vez un desmentido, una necesidad de darle la vuelta (o, quién sabe, pensarlo hasta el final, como diría Celan): el lenguaje poético se despliega con la libertad de su autonomía, pero no se cierra sobre sí, afirma un mundo que hay que cuidar, que debe albergar las vidas que vendrán. El gesto de escribir sobre un cuerpo, o más bien de crear ese cuerpo con palabras, tiene así algo de ceremonia mágica, de acto terapéutico, porque es preciso sanar demasiadas heridas. La lectura de los textos revela una cierta tensión entre el ritmo versal y el modo en que se organizan las palabras para dibujar los caligramas, como si algunos versos se quebraran de repente, como si esa misma sensación de expectativa, mediante una original técnica de encabalgamiento, evidenciara esa tensión utópica, el pulso del deseo. 
La poesía muestra, de este modo, su voluntad de curación, de resistencia frente al poder y sus desmanes: “Un verso al día para que broten/ las semillas hundidas en nosotros”. No se trata de alentar sueños vacíos, porque “Puedes envolver tus brazos en todas las banderas/ pero nadie va a traerte la tierra prometida”. Se trata más bien de despertar lo dormido, lo olvidado, lo que todavía no ha podido emerger entre tantas ruinas: poesía como ars vivendi, como infancia reconstruida, conscientemente adulta. Niñez como utopía, como algo que pertenece más al futuro que al pasado: “Te palpabas las trenzas/ para saber que iba a durar/ la infancia y el peso de los/ bolsillos de un puñado de/ piedras. Buscabas dentro el/ secreto que no erosiona/ la mirada, algo que estaba/ sin estar más allá del invierno”.


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