jueves, 22 de junio de 2017

El tiempo como artista. A propósito de Safo




 Ayer, tuve el gusto de participar, junto con Helena Cortés Gabaudan, Araceli Striano y Juan Manuel Macías, en la presentación de la poesía de Safo traducida por este último (las versiones, de una gran belleza, habían aparecido ya, en una primera edición, en la desaparecida, y añorada, DVD, y ven la luz ahora en La Oficina).  Volver a Safo siempre es un placer (recuerdo mi fascinación inicial cuando la leí por primera vez en las traducciones de Carlos García Gual, en una pequeña antología publicada en Alianza). Y, sin embargo, aquella a la que un célebre epigrama, atribuido a Platón, llamaba la décima musa continúa siendo un enigma.
 Al acercarme a una de las primeras voces de lo que se ha llamado la lírica occidental (por más que el concepto de poesía en la Grecia Arcaica dista mucho de lo que nosotros consideramos como tal), no me  dejaba de sorprender el hecho de que una poeta como Safo haya podido tener tanto peso en dicha tradición, cuando lo que conservamos de su obra nos ha llegado de una forma tan precaria, casi como los restos de un naufragio. En realidad, habría que preguntarse hasta qué punto la lectura que hacemos de cualquier obra del pasado puede hacerse al margen del modo en qué esta acude hasta nosotros. 
 Safo, si se me permite el más disparatado de los anacronismos, se nos hace legible, de forma casi inevitable, desde una cierta poética del fragmento. El tiempo es también un artista,  un colaborador pertinaz en toda obra de arte, aunque se trate de un artista involuntario.  Al igual que para nosotros, la experiencia estética de la visión de la Acrópolis es inseparable de la contemplación de sus ruinas, Safo, nuestra Safo, es aquella nos llega, como un eco, a través de los siglos, con sus versos como flotando a la deriva. De la poeta de Lesbos solo tenemos un único, y no demasiado extenso, poema que parece completo, su célebre invocación a la diosa del amor. Lo demas son  restos de un discurso enigmático y a la vez de una claridad fulgurante, con imágenes asombrosas,de una envidiable frescura, que han sobrevivido en una cita erudita o en lo poco que queda de un papiro.
  Si nos fuera dado viajar con la máquina del tiempo a la Grecia de Fidias y tuviéramos el privilegio de contemplar la Acrópolis como realmente fue, tal vez nos sentiríamos, no sé si decepcionados, pero sí con dificultades para encajar esa imagen de esplendor, de lujo casi oriental, con la sobriedad que para nosotros, a través del espejo deformante del clasicismo, ha acabado significando Grecia. Como, sin duda, nos chocarían las estatuas policromadas, acostumbrados como estamos a identificar lo helénico con la blancura inmaculada del mármol. De igual manera, si de pronto, en unas ruinas unos arqueólogos descubrieran los poemas íntegros de Safo, sería sin duda un hallazgo formidable. Pero probablemente también nos costaría identificar esa nueva Safo con la que nos hemos construido, como lectores, a través de esos jirones de voz que convocan a la imaginación como un templo en ruinas.  Al fin y al cabo el paso del tiempo, el peso de la fragilidad, de lo roto y lo fragmentario, no es algo ajeno al mundo de la lírica.La poesía es eso siempre: un rastro.

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