jueves, 13 de abril de 2017

Otro y el mismo Crespo





Otro y el mismo Crespo

Ángel Crespo, La voluntad de perdurar. Poemas 1949-1964 (edición de Jordi Doce). Badajoz, Fundación Ortega Muñoz, 2016.

JOSÉ LUIS GÓMEZ TORÉ

 En 2015 aparecía, en edición de Esther Ramón, Poemas últimos, libro que recogía el tramo final de la obra de Ángel Crespo, los poemarios Ocupación del fuego e Iniciación a la sombra. Es, desde luego, una buena noticia que dos de las voces más interesantes del actual panorama español, como son la citada autora y Jordi Doce, hayan vuelto los ojos a una figura que, pese a su importancia, no acaba nunca de encontrar un definitivo acomodo en las siempre discutibles listas que conforman nuestro canon literario. La primera lectura, con todo, de ambos volúmenes podría hacernos creer que estamos ante estéticas muy distintas, casi ante dos poetas diferentes, como si entre el primer Crespo y el último se hubiese dado una evolución radical. Los poemas recogidos en La voluntad de perdurar nos muestran a un poeta enamorado de las presencias concretas de las cosas, incluso de sus nombres (como luego destacaré), un poeta con cierto aire ruralista (que recuerda vagamente a autores del momento como Claudio Rodríguez o el casi olvidado Eladio Cabañero), en el que no faltan los ecos de la poesía social. Por el contrario, los poemas últimos parecen haber disuelto, con la proximidad de la muerte, todo lazo con el mundo visible. Fuego y sombra se convierten así en símbolos rectores de un continuado despojarse, en el que todas las formas que fascinaban al joven Crespo parecen desdibujarse ante los ojos del poeta maduro, que mira ya desde la otra ribera. Se podría decir que aquí se traza un camino desde el realismo al simbolismo más extremo si no fuera porque en seguida percibimos lo tramposo de tales clasificaciones. El último Crespo no niega lo real, sino que, por el contrario, persigue ampliar la percepción de lo que comúnmente llamamos realidad. Asimismo, los animales, las plantas, las figuras humanas de los primeros poemas no pueden negar su evidente carga simbólica, si es que no escoran hacia el terreno de la alegoría, como señala con acierto Jordi Doce en su prólogo, lo que no sorprende en un poeta fascinado por la cultura medieval.
  Pese al contraste entre esos dos tramos, inicial y final, de la trayectoria poética de Crespo, es posible rastrear una unidad, el impulso de una misma búsqueda, que se cifra tal vez en la voluntad de perdurar que da título a esta antología, que es asimismo voluntad de sentido, de iluminación ante una realidad esquiva. La imaginación (una palabra que Doce se encarga de recalcar en su lúcido prólogo y que es un concepto clave de la poética crespiana) no está reñida con la contemplación: se diría que el autor de Una lengua emerge es capaz de mirar y soñar a la vez, de soñar con los ojos bien abiertos. Así escribe el antólogo: “La percepción se alimenta del mundo para rehacerlo imaginativamente; el mundo se ofrece a la percepción para reconocerse y tomar conciencia de sí”. Hay, así, un camino de ida y vuelta entre el yo y el mundo, mundo humanizado a través de la pupila del poeta, que no puede ignorar, sin embargo, la alteridad radical de lo no humano, aquello que probablemente ninguna civilización logrará domar, aunque, lamentablemente, sí podemos destruir. De “hilozoísmo” habla Jordi Doce para explicar esa convicción de que la naturaleza esconde un impulso unitario, el germen creador de una materia activa de la que emergen todas las formas y al que volverán todas (de ahí el fuego, la sombra que, en los poemas últimos, son preludio de esa última noche, del centro custodiado de un misterio). Una naturaleza en continua metamorfosis, por tanto, que vuelve a conectar el primer y el último Crespo: si aquí están ausentes las lecturas alquímicas que serán tan importantes en el mundo simbólico del escritor, no falta, sin embargo, la convicción, compartida por la alquimia, de que el mundo no está terminado, de que hay fuerzas en continua ebullición, y una de ellas, y no la menos importante, la imaginación creadora que devuelve la mirada a las cosas que nos rodean: “Todas las cosas tienen/ ojos para mirarnos,/ lengua para decirnos,/ dientes para mordernos./ Vamos andando igual que si nadie nos viese,/ pero las cosas nos están mirando”.
  El poeta siente, como un nuevo Anteo, la necesidad de entrar en contacto con la tierra, de responder con gratitud a los dones del mundo: “Del pan que no he comido me arrepiento:/ del que había en las manos abiertas de la tarde”. Esa hambre de realidad es también un hambre de nombres, del nombre exacto de las cosas, pero no al modo esencialista de Juan Ramón. Los nombres que se anhelan son vocablos precisos, que den fe de lo uno y lo diverso, como la enumeración que encontramos en “Jardín botánico”: “El fresno y la catalpa,/ de perpendiculares/ y alienadas semillas,/ la jeringuilla, con sus hojas/ finamente cortadas;/ con el arce negundo,/ el libocedro, el arce abigarrado,/ el tilo, la maclura, el comedido/ árbol de los escudos,/ el gris almez, el lodoñero […]”. Como dijera Steven White en relación al nicaragüense Pablo Antonio Cuadra, de lo que se trata en cierto modo es de preservar esa “biodiversidad lingüística” que el mundo urbano estaba haciendo desaparecer ya a marchas forzadas en el momento en que se escriben estos poemas (y que se trata de un proceso que parece casi irreversible en nuestros días).
 Para evitar confusiones, conviene destacar que no hay rastro aquí de bucolismo ni de locus amoenus. Nos encontramos con una naturaleza solo aparentemente domesticada, como nos muestra uno de los mejores poemas de la antología, “El lobo”, en el que también se evidencia que esa animalidad amenazante late también, como un deseo, en el corazón humano: “aquel aullido y miedo deseados/ que me robaba el lobo”. Y es que tampoco se trata de una naturaleza falsamente virgen, pues la huella de los hombres y mujeres que pisaron el suelo y que ahora yacen bajo esa misma tierra resulta imposible de borrar, como leemos en el primer poema del libro, “Junio feliz”, que se inicia con versos reveladores (“Junio feliz/ entre los vivos y los muertos”) y que concluye así: “Junio, dispuesto ahora por este hombre ya muerto y su caballo/ y por esta mujer,/ que atraviesa mi lengua con la aguja/ de sujetarse el pelo”. Esa pulsión de Anteo ya citada no es ajena por tanto a una labor de duelo, de memoria, que une a los que vendrán y a los que fueron y que deja entrever un imperativo ético de justicia social: “El pan moreno sabe a tierra negra/ bajo la cual hay muertos, sumergidos”.
  Jordi Doce no oculta en su prólogo un cierto empeño reivindicativo en recuperar un Crespo de cuerpo entero. Doce, con buen criterio, se niega a ver en esta primera etapa solo una suerte de prehistoria, unos tanteos primerizos que el Crespo maduro habría dejado atrás. Por el contrario, la selección que aquí encontramos nos muestra a un poeta que no solo preludia buena parte de las obsesiones que se harán más visibles en su escritura posterior, sino que es ya un escritor muy consciente de la capacidad iluminadora de las palabras, de la necesidad de dialogar con el misterio del mundo. Esta antología nos ayuda a comprender mejor la búsqueda crespiana sin renunciar a unos comienzos menos titubeantes de lo que parecería en una primera lectura. “Perseguir este pájaro es difícil”, leemos en “La tarde: el pájaro”, y, en efecto, esa búsqueda nace con la conciencia de lo difícil, de una exigencia que es también esa “voluntad de lo frágil/ frente a la tozudez hermosa de lo duro”.  Exigencia que, de nuevo, une con un hilo común estos poemas primeros y los últimos. 

(Reseña aparecida en el número 121-122 de la revista Turia, marzo-mayo de 2017, págs. 456-458)

2 comentarios:

Alfredo J Ramos dijo...

Muy bueña reseña.

J.Luis Gómez Toré dijo...

Muchas gracias, Alfredo, por tu comentario...