sábado, 29 de noviembre de 2014

Ingenieros de papel


Oigo en la radio una entrevista sobre los libros desplegables (me resisto a utilizar, aun a sabiendas de que es un empeño inútil, el anglicismo pop-up). Me entero así de que aquellos que diseñan las figuras y los movimientos de las páginas que fascinan a los niños (y no solo a los niños) se denominan ingenieros de papel. Quizá porque uno no ha abandonado todavía la Galaxia Gutenberg, me parece que la curiosa expresión podría aplicarse también a los escritores. El autor es, en cierta forma, ese ingeniero de papel que somete a un cuidadoso examen el frágil material de las palabras para calcular su trayectoria, su peso, su peligrosa inercia. Con la diferencia de que el escritor nunca sabe exactamente qué dirección concreta tomarán esos signos, qué velocidad las conducirá muy cerca o demasiado lejos de su objetivo. Escribir no es nunca dar en el blanco. El centro de la diana es un objetivo demasiado fácil, demasiado seductor. En la escritura domina una especie de principio de incertidumbre, que se traduce asimismo en una vocación de consciente desequilibrio. Por supuesto, los signos en la obra descansan en una estructura, trazan una arquitectura posible, pero a condición de que todo el edificio sea tan frágil como un castillo de naipes. Sobre esa fragilidad descansa la misma posibilidad de la obra, su paradójica fuerza.

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